En la época en que los animales hablaban con las personas y el sol jugaba con la luna, existían diferentes grupos de personas. Entre ellos se encontraban los hombres del norte, quienes no tenían en su piel el reflejo de la tierra o el color de la noche.

Cuenta los que más saben, que buscaron por todos los rincones del mundo algo que untarse para tener el reflejo de Dios. Al no encontrarlo regresaron a casa, cabizbajos y tristes fueron a reconfortaste a la costa. En ella, pudieron sentir cómo, tibiamente, el sol, reconfortaba sus corazones. Poco a poco, la tristeza se derretía en su interior y la alegría irradiaba su ser pero no duró mucho tiempo pues la noche llegó antes de lo previsto.

Preocupados, decidieron esperar al día siguiente.

Otra vez el sol, débilmente los cobijaba y empezaron a sentirse de manera distinta, la tristeza por la búsqueda fallida desaparecía y no les preocupaba nada más, pero el sol comenzaba a ocultarse.
Rápidamente, el más joven de todos entró al agua. El mar le cubría la cadera y sobre él, veía reflejado al sol que con delicadeza lo tomó sobre sus dos manos y lo bebió. La temperatura de su cuerpo subió rápidamente, sus ojos se tornaron del color del mar y su cabello se convirtió en los rayos del sol. Asombrados, los demás se acercaron a la orilla y comenzaron a beber también. Fue así como todos, poco a poco comenzaron a reconocerse y a sonreírse. No había más caras tristes, no había más por qué preocuparse, ahora brillaban desde adentro.

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